Cuenta la leyenda de la existencia de un dragón llamado La
Gargouille, un ser con cuello largo y
reptilíneo, hocico delgado con potentes mandíbulas, cejas fuertes y alas membranosas,
que vivía en una cueva próxima al río Sena.
La Gargouille tenía aterrorizada
a la población, creaba el caos y destrucción por donde pasaba, se alimentaba de
seres humanos, destruía con el fuego de su aliento todo aquello que se
interponía en su camino, destrozaba y hundía barcos, y, también, escupía una
inmensa cantidad de agua que provocaba inundaciones.
Para aplacar su ira, los
habitantes del cercano Rouen le ofrecían cada año un sacrificio humano,
normalmente el sacrificado resultaba ser un criminal ya condenado que de esta
forma pagaba sus delitos. Cuando no había condenados que sacrificar se le
entregaba una doncella, cosa que gustaba mucho más al dragón.
En el año 600 el sacerdote
cristiano Romanus llegó a Rouen dispuesto a matar o controlar al dragón a cambio
de que los ciudadanos de Rouen aceptasen ser bautizados y además construyesen
una iglesia dedicada al Señor.
Así, Romanus equipado con los
elementos necesarios para un exorcismo (campana, vela, libro y cruz) acompañó
al reo que iba a ser entregado al dragón. Dominó al monstruo con la sola señal
de la cruz, transformándolo en un ser dócil que se dejó atar con una cuerda y que
consintió ser trasladada a la ciudad.
La Gargouille fue quemado en la
hoguera, excepción hecha de su boca y cuello que, acostumbrados al tórrido
aliento de la fiera, se resistían a arder, en vista de lo cual, se decidió
montarlos sobre el ayuntamiento, como recordatorio de los malos momentos que
había hecho pasar a los habitantes del lugar.
Tiempo después, y para conmemorar
el nombre de San Romanus y a su ayudante
proscrito, el arzobispo de Rouen liberaba un prisionero por año bajo la mirada
pétrea de la Gárgola.
Esta leyenda viene a explicar
tanto el origen de la palabra gárgola como el porqué las gárgolas de las
catedrales eran usadas como sumideros de agua, evitando la erosión de la pared,
al estar ubicadas en las cornisas de las iglesias y catedrales medievales. Los
primeros ejemplos góticos de gárgolas son las que se pueden observar en la
Catedral de Lyon y en la Catedral de Notre-Dame de París.
El rasgo distintivo de las
gárgolas góticas es que nunca son bellas, son intencionadamente horribles,
grotescas o irónicas. Las gárgolas eran algo más que una decoración funcional,
si bien su significado profundo permanece aún sin determinar. Entre las
numerosas que pueblan los edificios medievales no se han podido encontrar dos
iguales, demostración de la extraordinaria imaginación de sus constructores. La
gran variedad, tanto en formas como en significados, va en contra del uso
típicamente medieval, esto es de por si extraño; es evidente que debía haber un
mensaje transmitido a través de las gárgolas. Es por ello que encontramos
gárgolas no sólo en iglesias y catedrales, sino también en edificios seculares
y casas privadas.
Son muchas las explicaciones que
se han intentado buscar, a lo largo de los siglos, para explicar el significado
oculto de las gárgolas. Se han visto como símbolos de lo impredecible de la
vida, pues nunca representan especies animales conocidas.
En otros casos, se ha dicho que
son las almas condenadas por sus pecados, a las que se impide la entrada en la
casa de Dios. Esta podría ser una interpretación apropiada, especialmente, para
las gárgolas más visibles y terroríficas, que pueden servir como ejemplo
moralista de lo que puede ocurrirle a los pecadores.
La más aceptada es aquella que
nos habla de ellas como guardianes de la Iglesia, signos mágicos que mantienen
alejado al diablo. Esta interpretación puede explicar el porqué de tan
diabólicos y espantosos aspectos y su ubicación fuera del recinto sagrado.
Entre las posibles
interpretaciones que se han atribuido a las gárgolas destacan aquellas que las
asimilan a representaciones del demonio, que recuerda al cristiano la necesidad de
seguir los preceptos religiosos si quiere escapar del infierno.
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